EL NIÑO QUE SOÑABA VOLAR COMO LOS BARCOS

Juanito apareció en el bolsillo de mi guayabera, un domingo de feria. Los rayos del sol y el cielo abierto daban al día una alegría casi insoportable. Yo iba por la calle Independencia, camino al teatro. Juanito tenía apenas cinco años. Y era mí sobrino preferido, para más señas. De pelo ensortijado, mestizo como todos los niños de la cuadra, juguetón y  arbitrario como un pez de la mar. Carirredonda, ojos color café y gordito como un bólido de carrera de autos raros.  

-Tío – por favor- no me delates, le escuché decir con una voz de susto, más bien era una voz de auxilio. 

Seguí caminando entre barcos varados por falta de la mar. El sol mortificaba la piel del cuerpo, mientras la carne se defendía con las gotitas de sudor. Pensé rápidamente en Juanito, pero las figuras acrobáticas de los pájaros en el cielo abierto, permitieron las frutas tibias del olvido. 

-¿Cómo lo hiciste? Fue lo primero que se me ocurrió preguntarle. 

– Tío, tuve que hacerlo con una cuerda de pescar. El bolsillo de tu camisa no estaba tan alto. 

Me detuve un instante en toda la boca del puerto. Metí mi mano derecha en el bolsillo de mi guayabera y logré tocarlo. Acarició mis dedos y lo sentí treparse con facilidad en mi muñeca. Asomó la cabeza por un instante y se ocultó otra vez. Yo ya había atravesado en ese instante la calle del puerto, que estaba repleta de gentes y cascarones de barcos cansados de viajar. Me gritó desde el fondo del bolsillo que le preguntará a los barcos por qué no volaban. Me eché a reír a mandíbula limpia, corriendo el riesgo de que las gentes me tildaran de loco. 

-Tío, no te burles. 

– Perdóname, sobrino. 

– Tío, lo que pasa es que tú nunca los has visto volar. Cuando no hay mar, ellos vuelan como los pájaros. 

No me atreví a hacerle preguntas sobre el tipo de alas ni otras cosas que hacen posible que los barcos vuelen como pájaros. Volar es un milagro de la naturaleza; se vive bajo el vértigo del abismo, pero miramos el mundo de otra manera, con sus valles y picos poéticos más altos. 

-Tío, lo que pasa es que un barco no puede vararse así no haya mar. Ellos fueron construidos para nadar y volar como lo hacen ciertos pájaros marinos. Tío, cómo me gustaría volar. 

Alguien me ofreció la prensa escrita y otro tinto calientico para alegrar el alma, pero lo esquivé pensando en el horario del teatro. 

-Juanito, volar es tan fácil que no te has percatado que vuelas como los barcos del puerto del poeta Pablo Neruda. Ayer te vi hacerlo, mientras leías el libro de los niños que vuelan. Tal vez por desearlo tanto, no te has dado cuenta de las alas invisibles que cuelgan de tu cuerpo. 

Juanito asomó el rostro entre las telas del bolsillo y amenazó con lanzarse al aire. Le dije que eso podía hacerlo otro día, porque hoy íbamos camino a la feria del libro que se celebra en el teatro. Ahí – volví a decirle – encontrarás a otros niños pájaros como tú. Sonrío y se ocultó entre la mano que vivía eternamente en el bolsillo. 

Cuando llegamos a la feria del libro, saltó con sumo cuidado del bolsillo. Le recordé que no se dejará ver porque podía atraer a mucha gente por su pequeñez, que era demasiado rara para su edad. Pareces – le dije – un soldadito de plomo.  

-Tío, búscame el libro de los niños que vuelan. 

Y se sentó a leerlo detrás de un estante repleto de enciclopedias pequeñitas. Y cuando terminó tenía los ojos llorosos por la emoción. 

-Tío, creo que ahora aprendí a volar mejor. Ahora que regresemos voy ayudar a todos los barcos que están varados en el puerto; les voy arreglar las alas para que puedan partir en busca del mar. Tío, un barco cuando no tiene dónde nadar, tiene que volar. 

Y así fue como Juanito regresó a casa en el bolsillo de mí guayabera. Nunca más mis ojos lo vieron transformarse en un soldadito de plomo. Sin embargo, algunas madrugadas de domingos alegres los vecinos lo veían volar por el cielo del puerto como un pájaro con figura de barco. 

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