Historia de vida del Centro de Memoria Histórica de Santo Tomás
“A veces, reconstruir la historia de un hombre o una mujer muertos es entrar en un palacio en ruinas en el que todavía zozobran angustiosamente los ecos de los valses viejos”. (Leila Guerreiro)
La seño Georgina de la Hoz me lo dijo con la risa de la picardía de su mortal edad: “Creo que el que me puso un día una serenata fue Manuel Eusebio Salcedo, porque yo lo vi bajo la luz de la luna y a través de la hendija de la puerta. Inconfundible por su altura. Nunca supe por qué la serenata, porque la verdad él no estaba enamorado de mí.”
Le pregunté a la seño por qué estaba tan segura de señalar a Manuel Eusebio Salcedo como el autor de la serenata y respondió: “Porque era él.”
Esta hermosa anécdota lunar es una fotografía del mundo en el que nació y vivió el poeta Manuel Eusebio Salcedo. Santo Tomás, según la voz feliz de la seño Georgina, quien este mes de diciembre del 2015 cumple 94 años de edad, tenía siete calles con hermosas casitas construidas en bajareque y palma fresca. “La última calle era esta, la de la Independencia, no había energía eléctrica, ni acueducto, ni alcantarillado. El agua la traían los hombres del río, en burro. Recuerdo que en el sitio de embarque del río, sigue diciendo la profesora Georgina, había un baño exclusivo para hombres, razón para que la seño Alberta San Andrés intentara jugar con la imaginación sexual de nosotras.”
Seguramente el poeta nació en la calle de la Independencia, por la versión de su hijo, Álvaro Salcedo y confirmada luego por su otro hijo Rodolfo: “El viejo vivió ahí, en la casa que hoy habita Pomposa Ariza Salcedo, lugar donde seguramente vivió con mis abuelos: Manuel Eusebio Salcedo de la Rosa y Encarnación Fontalvo; luego se mudaron en la casa inmediatamente vecina, lado sur, y posteriormente se mudaron para siempre en la calle Nueva (Cl 5 No 12-51), donde vivimos actualmente con toda la familia hasta que la muerte decidió por él un domingo cualquiera.”
Manuel Eusebio era un hombre alto, tan alto como un árbol de coco, era altivo pero humilde. “Fue un hombre paciente,” contó Álvaro, su primer hijo.
Yo que fui su amigo, también le decía tío, tuve el privilegio de conocerlo y efectivamente era muy paciente y tierno; nunca lo observé descompuesto, ni siquiera cuando recitaba con la emoción de un bardo del mundo.
Manuel Eusebio nació el 18 de enero de 1913 (yo no era nada, ni siquiera pensamiento en ningún hombre o mujer de la tierra) en la misma calle de la Casa de la Cultura: calle de la Independencia. Era el tercero de los hombres: Rafael, Baldomero, el poeta Manuel Eusebio y Waldo Salcedo. Sus hermanas fueron Juana, Lorenza, Betulia y Bernarda. De todas ellas Rosario sigue viva. Manuel Eusebio se casó en 1944 con Emilia de Jesús Villalobos, quien nació en 1918 y con quien tuvo doce hijos: Álvaro, Fanny, Lilia, Rodolfo y Betty (mellizos), Margot, Bernardo, Manuel, Gustavo, Arnaldo, Julio y Emilia Encarnación.
El poeta Manuel Eusebio vivió todos los acontecimientos que estremecieron la nación en el siglo XX: las luchas políticas de las repúblicas hegemónicas liberal y conservadora, la Violencia en Colombia, el Frente Nacional, el nacimiento del MRL y el M19 y la elección popular de alcaldes entre otros. No fue un hombre optimista en el sentido que creyera que eran fáciles los cambios. En varias ocasiones le escuché decir o repetir el apotegma de Darío Echandia: “Colombia, país de cafres.”
Tampoco creía en brujas y fantasamas.
Él vio el nacimiento del cine y la televisión, la instalación de la primera bomba de gasolina, el descubrimiento de la energía eléctrica y el hielo, él disfrutó el viaje en el primer bus que los llevó a Barranquilla, bebió las primeras gotas de agua del primer acueducto, él vio el cielo azul acordonado por nubes rebeldes y vivió momentos de nostalgia viendo caer la lluvia bajo el vidrio invisible de los sueños y partió el día en tardes, noches y madrugadas despiertas con los cantos de los gallos, mientras la luna se despedía nostálgica de la tierra. Él, por igual, vio al cura y al alcalde invitados a los exámenes finales de la primaria y vio a los niños temblando por el miedo del olvido de las lecciones aprendidas con tanto ahínco, vio como los entierros no iban y venían por la misma calle que los dirigía a la iglesia y seguramente observó con suma delicadeza a su mamá con una totuma gigante de compra en la tienda del barrio. En fin, él vivió en un mundo donde había que esperar que llegara la muerte con la vejez de los abuelos así como había que esperar que el mundo no fuera tan abominable con los hombres.
Estudió en el colegio del maestro Antonio Pinedo Caparroso, que estaba ubicado en la vivienda que ocupa hoy la profesora Gladys Pertúz y posiblemente en las aulas que hoy están frente a Telecom. Matilde Butrón era su directora y maestra a la vez y de su nombre, salió el apellido del colegio. Matilde Butrón era la esposa de un señor de apellido Benedetti. Según la voz de su hermano Waldo Salcedo, el niño Manuel Eusebio era tan inteligente que sus profesores nunca dejaron de aconsejar a su padre Manuel E Salcedo de la Rosa para que potenciara sus capacidades y habilidades extraordinarias. “Pero la escasez de dinero y la tozudez de papá, hizo imposible el sueño de sus profesores.”
Sin embargo, Manuel E Salcedo, el poeta, fue alcalde del municipio en el año de 1960, igual que su hermano Rafael en otro tiempo y quien lo fue inmediatamente terminó el periodo José Luís Jiménez. Él, el poeta, lo fue después que terminó su periodo de gobierno el señor Julio Torre, también colector o administrador de un estanco en la zona. También fue Presidente del honorable Concejo Municipal y tres veces concejal, una de ellas en el gobierno de Pastrana Borrero y otro periodo en el gobierno de Turbay Ayala; fue Secretario de Salud y Cabo del resguardo. Fue un liberal convencido y militante del partido de Antonio Fernández LLinas y Saúl Charris. Cuenta su hermano Waldo salcedo, que se decepcionó de la política y se refugió en la albañilería, de la que obtuvo fama y respeto como maestro de obra.
“Mi casa la hizo Manuel Eusebio Salcedo y la baldosa es eterna”, señaló cierto día de mis indagaciones, Ramón Molinares. Otras voces contaron que fue él quien mejoró la estructura física de la casa de la Cultura Municipal.
Joaquín Pérez, alias “Niño Quin”, fue su secretario durante el periodo de su alcaldía, bebedor de tiempo completo y asistente perenne en la cantina “La mano poderosa” de Rosa Elena; pero no era el único, porque la mayoría de los empleados del municipio la visitaban y se endulzaban la vida con las conversaciones, juegos de cartas y chismes contados alrededor de unos tragos de aguardiente.
“A mi casa iban alcaldes, arquitectos e ingenieros a consultar a mi padre.” Esta es la voz de Álvaro, quien lo dice con el orgullo de hijo que es consciente de la importancia de su padre en cierta época de la vida histórica del municipio. Cuando conversé con Rodolfo y Margot, otros de sus hijos, aprecié el sentimiento entrañable del hijo por el padre, sobre todo del padre que todavía vive en sus recuerdos. Rodolfo contándome anécdotas y Margot mostrándome el recorte de prensa escrita que registró el fallecimiento del poeta. “Me lo regaló Manuel Gaspar Perez,” me dijo cuando me lo entregó. “Cuídalo.” Y enseguida sacó el diploma cívico donado por el colegio Alekxandr Pushkin hace muchos años, diploma raído por el tiempo de guarda y borroso. “Este diploma, me dijo Rodolfo, le alegró la vida a mi padre y no tienes ideas cuánto.”
Entre sus amigos se pueden mencionar a Luís Felipe de la Hoz, a quien recuerdo permanentemente con un tabaco Roa en la boca; Luís Felipe también ocupó un cargo importante en la administración municipal: fue Alcalde; Jacobo Charris, Notario, Joaquín Pérez (“Quin”), José Manuel Pertúz, “El Guari”, Manuel Raimundo Donado, José Ramón Mejía, Ricardo Guardiola, Pedro Pastor Ariza Escorcia, quien lo invitaba a sus cumpleaños y Velpaciano Enrique, secretario de un alcalde que nadie recuerda; también Ricardo Pizarro y Uldarico Acosta, con quienes editó el periódico local: El Alacrán.
Su vena poética la recogió de los libros de autores famosos: Vargas Vila, Julio Florez, García Márquez, Joseph Conrad, autor de El corazón de las tinieblas, libro que me regaló en uno de mis cumpleaños, y Gabriel Escorcia Gravini, el de La miseria Humana. Él recitaba algunos de sus versos, que luego se volvieron populares porque su poesía la convirtieron en canción: “Una noche de misterio / estando el mundo dormido / buscando un amor perdido / pasé por el cementerio. / Desde su azul hemisferio / la luna su luz ponía/ sobre la Gran Muralla fría / de la Necrópolis Santa / en donde a los muertos canta / el búho su triste elegía.”
En la entrevista que acordé con su hijo Álvaro en casa de su tío Waldo Salcedo, este me contó que el profesor de Malambo, Waldo Varela, quien fue profesor tanto de día y de noche, le prestaba constantemente sus libros e incluso los intercambiaba con sus amigos más íntimos. Su pasión por los libros viene de esa época, pero también por su disciplina, porque en casa se sentaba en uno de los taburetes y pasaba largos ratos abstraído leyendo. No había televisión. Nunca lo vi jugando dominó con sus amigos, lo recuerdo más bien alrededor de la mesa de juego conversando con sus contertulios. Creo que yo mismo lo vi en alguna ocasión prestando libros en la biblioteca que estuvo ubicada en la Casa de la Cultura.
Él tenía una libreta donde escribía sus creaciones poéticas, que luego compartía con sus amigos o publicaba en el periódico local Voz de Oriente. El poeta Manuel Eusebio fue el primer tomasino que leyó en el templo de la cultura de Barranquilla: El teatro Amira de la Rosa. Su amigo Ramón Molinares, en admiración rendida por su creatividad y estilo poético, posibilitó su presentación. Fue una de las noches más felices del poeta, que de regreso a Santo Tomás pedía un trago de ron blanco para la celebración.
Manuel Eusebio, el poeta, tenía una memoria prodigiosa porque así como recitaba sus creaciones y los poemas de sus autores queridos, igualmente recordaba autores de libros que ninguno de nosotros había leído, párrafos y anécdotas que nos desternillaban de la risa. Todavía lo veo reírse con su dentadura completa y blanca al aire, la musicalidad de su risa y el movimiento de su cabeza mientras todos reíamos contagiados por sus ocurrencias. Como aquella contada por su hijo Rodolfo: Alguien le contó al poeta esta historia, que luego él transmitió a sus contertulios: En un pueblo de Sucre, un hombre negro y fornido que se creía poeta, retó a un forastero en una cantina: Le dijo el hombre nativo al extranjero:
-Me han dicho que usted es poeta.
-No hay la menor duda, respondió el forastero.
-Lo reto a versear, le dijo el nativo, con la palabra bragueta.
-Inicie usted, le dijo el extranjero.
-No, Usted, ripostó el nativo.
-Está bien, aceptó el forastero: “Forzado resulta el pie/ y este negro de Sampué cree tenerme acorralado/ / y una cosa si le digo/ conmigo no te metas/ sino quiere que te meta/ lo que por ventura me puso Jesucristo en la bragueta.”
Cuenta el mismo Rodolfo sin que nadie lo esperara, que el poeta salía con ciertas charadas: “Mear es como tirar un polvo.” O le decía: “Ah Rodo, el médico tal está obsesionado con el poema del suicidio, me envía recados con todo el mundo para que se lo escriba y se lo mande. Pero no voy hacerlo, ni de vainas, qué tal que se suicide.”
Los hombres de su época creían en las historias de brujas, que luego contaban bajo los efectos narcóticos de sus creencias en el otro mundo, mujeres que caían desnudas en sus patios, después de viajar largas distancias, cerdos gigantes que se atravesaban en sus rutas, o patos gigantes que les impedían atravesar la calle. De estas historias se burlaba el poeta Manuel Eusebio, quien afecto a la soberbia razón, rechazaba toda conducta mágica de sus contemporáneos. “Tonterías,” decía él cada vez que alguien relataba estas historias antiguas.
He intentado rescatar algunos poemas escritos del maestro, pero ha sido imposible, Voz de Oriente no tiene registros archivísticos de ninguna naturaleza y el novelista Ramón Molinares conservó algunos pero se perdieron entre la vejez del papel y el tiempo, “No sé qué se hicieron” me dijo, “recuerdo el título de uno de sus poemas, muy hermoso: Las mariposas.” “Yo, le dije, recuerdo otro: Melancolía.”
Aristarco de la Hoz lo recuerda participando en los recitales de las semanas culturales organizadas por los clubes sociales Juventud Popular y Julio Florez en los años 70.
Preguntándonos cómo hizo Manuel Eusebio Salcedo para alcanzar el reconocimiento que tuvo en vida, me aventuro a creer que simplemente combinó la suerte del torero errante con la suerte del que está convencido que vencerá la muerte; él no apostó a la nada ni al vacío, sino que hizo lo que tenía que hacer para alcanzar la estrella. Eso hizo su vida soportable, así como pegaba un ladrillo, por igual se le ocurría un verso. Fue su lucha contra la incuria de un mundo de parroquia donde todo el mundo moría de la enfermedad más común: la vejez. Esto, estoy seguro, lo obligó a dar saltos épicos: a escribir poesía, a recitar de memoria los versos de sus poetas amados, a leer como un sediento todo lo que llegaba a sus manos, a conversar y compartir sus ficciones, sus poemas, las historias de otros mundos y vidas, así creo que logró trascender su vida y su tiempo.
El poeta murió el 7 de julio del año de 1992, en domingo y a escasos días de otra celebración más de la Independencia de Colombia. Morir en domingo es tan triste como morir en febrero. No recuerdo si fui a su funeral, extrañamente lo he olvidado, tal vez porque no lo quería ver muerto, quería recordarlo desde su altura espiritual, pero también desde mi insignificancia. Imagino el funeral, no el instante de sacarlo de casa; imagino la gente caminar para la iglesia, algunos con la mirada clavada en el cemento de la calle, otros con el mismo paso lento de los que llevan el féretro, pero absortos en sus propios pensamientos, y varios individuos conversar entre ellos del muerto o de la muerte o de las cosas baladíes de las que se hablan en los entierros. Estas líneas quizá intentan evitar su muerte espiritual, conservar su imagen y con ella la imagen del mundo en el que inició su vivir y trasegar entre nosotros. Fue un hombre tranquilo y sin embargo zarandeado por sus ideas y su pensamiento liberal, que fue y es tan peligroso como hoy. Si estuviera físicamente vivo, estoy seguro que viviría asombrado con los cambios y el caos del mundo. Él era también un hombre de sensibilidades especiales, alguien incapaz de matar a nadie. Él era Manuel Eusebio Salcedo.