Acababa de salir de la sala de cine Centro, la única que existía por aquellos lares. A mí me hubiera gustado que existieran otras salas de cine para copar la variedad humana, unas para los depravados, porno puro, otras para cine independiente, otra para narcos y otra para el silencio, muda. Pero no, solo estaba ésta, gris, medio destartalada y al aire libre para fusilar la luna.
Bueno, uno solo espera que los capitalistas pongan sus putos huevos para renacer la vida.
La película no fue la mejor, uno esperaba sangre a granel. Confieso que uno se decepciona por cualquier cosa. Al salir miré para todos los lados, en cada uno había poca gente, más automóviles que otra cosa, y moviéndose como bólidos en la estreches de la avenida. Si me quedara a vivir ahí viviría encandilado y expuesto a las ráfagas de viento vomitadas por los autos. La vida en la ciudad es igual de peligrosa que la guerra.
Decidí marcharme sin prisa, porque el peligro siempre lo alcanza a uno en cualquier lado y nos encuentra desnudos.
-Señor, señor, escuché.
Me detuve para mirar la voz que me implicaba. Era una voz joven, bien vestida y blanca.
-Señor, gracias por escucharme.
La volví a mirar bajo el reflejo de la luz de una lámpara pública. Estábamos en una esquina del barrio Centro, solitarios, y su piel blanca no deslucía con sus ojos verde. Era raro que una mujer blanca estuviera sola a esas horas de la noche en un barrio cargado de aventuras criminales.
-Señor, gracias, muchas gracias.
– Dígame.
-Señor, lo llamé para…, pero no es para lo que usted piensa.
-¿Y qué es lo que usted cree que piensa mi cabeza?
-¡Qué pena, señor!
-Bueno, dígame, mujer, qué debo creer yo a estas horas de la noche mientras usted sale de la noche como un fantasma del viejo mundo.
-No sé.
-Pero fuiste tú quien hizo la afirmación, no yo.
-Bueno, sí.
-¿Quieres saber lo que pienso y creo?
-Sí, puede facilitar todo.
-O puede emproblemar todo.
-Tal vez, pero dígame.
-Creo que lo tuyo es putería.
-Pero, señor.
-Eso creo yo.
-Tal vez el puto sea usted.
-Señorita, no cree que perdemos tiempo adivinando lo que hay entre cielo y tierra. ¿Qué quiere?
– ¡Ay señor!, estoy lejos de casa y necesito dinero para poder llegar a mi barrio.
-Imagino que sabes que en el capitalismo nada es gratis.
-Sí, pero tal vez usted sea un ser misericordioso y solidario sujeto con la gente que no conoce.
-Eso, señorita, no existe en las leyes del mercado.
-No entiendo.
-Si entiende, es intercambio de objetos, cosas. Antes era trueque. Hoy la cosa se ha simplificado, sexo por dinero, amor por dinero.
-Noooo.
-Joven, para darle mi dinero usted tiene que darme algo a cambio, algo que a mí me satisfaga.
-Pero, señor, yo tengo novio.
-Ve, si comprende. ¿Cuánto necesita?
-Cincuenta mil pesos.
-¿Cuánto le va a dar a su novio, porque es mucho dinero para pagar el pasaje del autobús?
-Creo que a usted no le debe interesar lo que yo haga con mi dinero. Mi oferta es sexo por dinero.
-¿Cuánto tiempo nos hubiéramos ahorrado los dos, señorita, desde el inicio de esta conversación si usted hubieses aceptado que eras puta y yo el destripador?
-¿El qué?
Le amarré las manos y le forré la boca con cinta adhesiva y la arrastré hasta mi auto. La metí con fuerza en el baúl del carro y le dije que me gustaban sus ojos marinos. Por esa razón, le dije, te los voy a quitar y luego los voy a guindar de adorno en mi auto.