Dosis mínima

Uno debería darse al día una pequeña ración de belleza, de felicidad; de cosas que le ofrezcan eso.

Por: Juan Esteban Constaín /

El Tiempo

Hay una editorial bogotana que me encanta por su desparpajo y originalidad y por su idea misma, que es magnífica. Se llama Dosis Mínima y tiene muchos productos, creo, pero el mejor, el más emblemático de todos, es una serie de ‘microlibros’ que caben en el bolsillo o en la billetera y que uno puede leer mientras espera a un amigo en una esquina o hace fila en hora pico para entrar a TransMilenio, caso en el cual puede leerse Ulises, de James Joyce.

El lema de Dosis Mínima lo dice todo: “Lectura de consumo personal sanamente adictiva”. Pero lo mejor es su catálogo, las cosas que publican. Mi odontóloga (que no me vea, estoy fugado) me regaló una vez una cajita que era como de cigarrillos o de chicles, lo cual me pareció contradictorio, por decir lo menos, pero pensé que quería darme una especie de compensación solidaria por las horas de tortura y padecimiento a las que me había sometido.

Luego, en mi casa, abrí esa cajita y no lo podía creer, eran libros. O bueno: microlibros, da igual. Había uno de Marguerite Yourcenar, uno de Miguel Hernández, uno de Elena Poniatowska, uno de Rafael Barrett, en fin: había uno hasta de Kurt Tucholsky, uno de los más grandes humoristas y articulistas de prensa de todos los tiempos. Como si de una galleta de la felicidad se tratara, esos libros dieron en el blanco de mi corazón.

Me acordé entonces del hábito tantas veces comentado y celebrado aquí que tenía el príncipe Giuseppe Tomasi di Lampedusa, autor de El Gatopardo. Era un tipo nostálgico y brillante que caminaba por las calles de Palermo siempre con una edición de los sonetos de Shakespeare en el bolsillo; un libro muy pequeño, un tesoro. Y cuando veía algo triste o desagradable o infame, sacaba un soneto de esos y lo leía al azar. El que fuera, como un oráculo manual.

Por eso también me gusta tanto la editorial Dosis Mínima, por su nombre y su concepto. Porque uno debería darse al día una pequeña ración de belleza, de sosiego, de felicidad; de cosas que le ofrezcan eso o algo parecido. Quizás con la misma filosofía y el mismo criterio con que el príncipe de Lampedusa se refugiaba en la poesía de Shakespeare cuando lo asaltaba por la calle cualquier miseria o cualquier bajeza, como un consuelo.

Un consuelo cada vez más necesario en un mundo que se despierta todos los días, con fruición morbosa, con terquedad aberrante y digna de mejores causas, a atizar los odios más mezquinos y más necios, las rencillas más ruines e innecesarias, las fuentes inagotables del envilecimiento, la mortificación, la amargura, la depresión. ¿Para qué? ¿Por qué? Es como una pulsión tóxica, regodearse en ese fango.

Que también es una pasión para muchos, claro, un hábito y una de las formas de la felicidad aunque tan triste. Y siempre fue así, se sabe, ya lo decía Sancho Panza: “Cada uno es como Dios le hizo y aun peor muchas veces…”. La humanidad no ha cambiado tanto desde sus orígenes hasta hoy y la pasión por la desdicha, sobre todo la desdicha ajena, ha sido uno de sus motores más constantes y eficaces.

Solo que en esta nueva civilización de internet y las redes sociales, que por otro lado tiene cosas tan maravillosas y deslumbrantes y benéficas, se ha destilado ese espíritu sombrío y fanático, como si fuera una obligación todos los días ocuparse solo de lo feo y lo atroz: amplificarlo, compartirlo, reseñarlo en todos sus pliegues y rondarlo como las moscas rondan la carroña. ¿Tiene algo que ver eso con el deterioro de la cultura democrática en el mundo?

Sin duda sí, cómo no va a influir en el sistema político de la sociedad un sistema cultural inspirado en el odio y la perversidad.

¿Hay remedio? Tal vez sí: una dosis mínima, todos los días, de aquello que nos libre, por un rato, de tanta inútil fealdad.

JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
www.juanestebanconstain.com

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