Asombro. Era la primera vez, el agua resbalaba por el cuerpo desnudo de la tía Julia. Mis escasos cuatro años y mis ojos de águila inocente la apreciaban como cuando uno observa por vez primera una vaca flaca, o el Cristo de la parroquia, yo no sabía de esas cosas, de lo que un hombre hambriento puede hacer con el esqueleto repleto de carnes de una mujer. Eran las 9 de la mañana de un día dormilón, el sol acariciaba el vidrio de la ventanita y besaba gratis la piel de la tía Julia, mientras un tren sin aliento daba vueltas alrededor del mundo. La toalla, el panty blanco, atropellado por el tiempo, el escorpión del brassier. Y el silencio. Sentirlo era como palpar la paciencia y la respiración de un corazón atolondrado. Y el ombligo de la tía Julia, la luna enredada entre los dedos de sus manos, mientras el tiempo latía en su vientre. Mis cuatro años no impidieron que algo entre mis piernas despertará de un sueño inmemorial, y de pronto sus manos se posaron en su montaña negra y las caricias alentaron las alas de mi alma hasta que la respiración comenzó a trotar a paso lento, se detuvo en el tiempo y aquel desnudo ebrio, abrió el espejo de todos los recuerdos; el agua resbaló sin atropellarse entre sus naranjos rosados, bajó por el vientre marino y se detuvo sin remedio en mis ojos que no comprendían la desmesura de aquel cuerpo hambriento; el olor del jabón besó la cometa de mis asombros y envalentonó la inocente lujuria de mis ojos café, luego la toalla, besando apasionadamente cada centímetro de piel, hasta que cruzó el puente y amenazó con dividir el cielo partido de mis sueños. El recuerdo es inolvidable y regresa en cada ocasión que la desnudez de Ana aprieta el obturador de mi memoria: El agua, la alberca, la totuma y la toalla azul arrastran mis cuatro años hasta la selva negra de mi tía Julia.
