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Papaioannou y la belleza

Por falta de uso, la palabra belleza ha ganado polvo. Desde hace mucho parece inapropiada, incluso fútil y anacrónica, para referirse a las expresiones artísticas del presente. Pero de pronto uno se encuentra con creadores como el griego Dimitris Papaioannou, cuyas obras, esa mezcla de teatro, danza, perfomance, ilusionismo y hasta paisajismo y cómic, solo pueden describirse recurriendo a esa palabra: belleza. Después de mucho tiempo de leer o asistir a exhibiciones moralizantes en las que los concienciados y buenistas creadores de nuestro tiempo nos piden que nos decolonicemos, que deconstruyamos nuestra masculinidad o que salgamos de nuestra zona de confort, tres formas de decir lo mismo aunque las dos primera con más pedantería y superioridad moral, nada más euforizante que un artista capaz de producir arrobo y sorpresa y conmocionar los sentidos y arrancar del tiempo y del espacio para llevar al espectador por espacios minimalistas y modernos, escenas míticas y sensuales, y dejarlo finalmente postrado y extasiado ante un atardecer en una playa del Mediterráneo.

Papaioannou logra esa impresionante gesta en su última obra, Transverse Orientation, en la que vuelve a deslumbrar con su habilidad para fusionar los cuerpos entre sí y con los objetos, también con el escenario, para crear criaturas mitológicas, seres híbridos y andróginos, sensuales y etéreos, que al mismo tiempo remiten al pasado arcaico de la civilización occidental y a su presente incierto, incluso a un futuro de seres-polilla fascinados por tecnologías nocivas y averiadas. Los bailarines son ejecutivos modernos a los que les basta desnudarse para convertirse en esculturas, en mitología o en ideales clásicos de perfección y armonía. Y lo mismo ocurre con el escenario, que empieza siendo una bodega minimalista, muy aséptica y racional, y que poco a poco se va agrietando y destruyendo hasta convertirse en un espacio natural, lleno de agua y rocas: una playa eterna del Mediterráneo.

Los grandes artistas modernos lograron ese efecto mágico, la anulación del tiempo, ser simultáneamente arcaicos y contemporáneos, arrastrar en sus obras el sedimento de una civilización milenaria para capturar y encender la sensibilidad de la persona más instalada en el presente. En América Latina, Rufino Tamayo y Fernando de Szyszlo lograron crear esos puentes entre lo más remoto con lo más cercano, y por eso sus cuadros tuvieron una profundidad y una densidad simbólica incontestables. Lo mismo consigue Papaioannou. Aunque él no pinta sus imágenes con pigmentos, sino con cuerpos y cosas, el resultado es similar. El toro que crea en el escenario, la sirena, los monstruos imposibles, la madonna que da a luz; todas sus visiones son arquetipos atemporales y composiciones que atañen al gusto y a la estética contemporáneos. Ser moderno o contemporáneo no es convertir una obra en la confirmación de la última moda intelectual, ni consiste en secundar el moralismo opresor impuesto por el último hilo de Twitter. Es revelar la manera en que lo atemporal, lo más humano y primitivo, se puede expresar hoy. Papaioannou no sólo hace esto, también demuestra que la contemporaneidad, sus sumisiones, su pulsión destructiva, sus apremios cíclicos, se puede expresar mediante la sutileza y la belleza. Carlos Granés. El Espectador.

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