Solo tenía 13 años y ya había inventado los besos de la muerte. Cuenta la crónica de domingo que Felicia besaba inigualablemente con la pasión de una experta. Besos furibundos antes de matar a la víctima.
Así lo hizo hasta los 15 años. A partir de esa incómoda edad, envenenaba su pasión sexual en alcohol y olvido. No tocaba ni se dejaba tocar para no provocar a la muerte.
Los que la conocieron la recuerdan disfrazada siempre de la muerte. El color negro le aliviaba el alma. Y lo usaba todos los días.
Alguien confesó con cierta precaución que la observó estacionada en la parada del tren de la 30, lado norte. Dijo que le parecía triste y algo arrepentida. Eso fue lo que leyó en sus ojos.
El cronista de El Informador de Quito, Ecuador, relató que entrenaba niñas de 12 años en el beso de la muerte en un lugar desconocido y podrido de la ciudad. ¿De quién se vengaba Felicia? ¿Quién le había hecho tanto daño? El cronista indagó hasta la saciedad, pero no encontró nada concreto, alguna que otra sospecha que le permitieron elaborar la hipótesis de un dios maldito, que le comió las entrañas.
Siete días después, Albeiro Tabares, el periodista, autor de La crónica de los besos asesinos, moría acribillado a bala. Lo encontraron en un viejo callejón de la ciudad ecuatoriana, ahogado en su propia sangre. Muy cercana a su boca tenía las huellas de varios besos, hechos con labios recientes y con un pintalabios color rojo. La policía se sorprendió porque además, un fino puñal, especie de pugio romano, le atravesó el corazón.
En los días que siguieron al crimen del periodista Tabares, nadie se atribuyó su muerte. Y nadie quiso lanzar una hipótesis sobre aquella desgracia.
Mientras la sangre oscurecía la ciudad de Quito, en un gimnasio próximo a las fronteras de la seguridad policial, unas doce niñas se entrenaban en teatro, coros musicales, danza, literatura y el sexo de la muerte.