Te observé afiebrada con el pulóver oscuro, lo lucías casi todos los días. En el colegio nadie preguntaba por qué estabas alegre, ibas y venías bajo el sol del mediodía y los rayos te prendían la cabeza; aprendiste a esquivar los portazos de la casa y llorabas sin motivo alguno, roncabas a las tres de la tarde y no sonreías nunca sin motivos; tus amigos aplaudían tu flojera y en secreto dormías bocarriba, soñando con unicornios y relojes verdes. Marín, tu nuevo amante, olfateaba tu piel suave y dormida, y la cobija del catre del viejo cuarto hecho de luna, era la que te calmaba el frío del cuerpo; comías cualquier cosa, alondras, y odiabas el queso; tus amigos de colegio te llamaban mil veces al día y creías no soportarlo, finalmente te convenciste que la amistad es superior a la biología de los rencores. Esto, recuerda, te salvo de comer ratones.
