Santo Tomás en 100 palabras

Bruce, el perro de casa, nos llena la soledad y nos ha domesticado a todos. Es él el que impone su ley cuando siente la necesidad de ir al baño, digo, cuando tiene sus necesidades perrunas, porque nos obliga llevarlo a La Granada. Nunca hemos pensado que sea él, el que mande. Primera lección. Lo increíble es cuando se atreve a contarme su vida. Se acomoda en cuatro patas, alza su cabeza y lo escuchó hablar de palafitos. Sus ojos se bañan de lágrimas. Me parte el corazón, pero luego lo veo reír con sorna.

Una amiga que llegó de Chile después de una ausencia de cinco años, cuando llegó a la plaza principal se quedó anonadada, esperaba encontrar la plaza en la que tanto jugó quimbol cuando niña. ¡Qué han hecho! dijo. Hubo un improvisado silencio, como cuando vas a coger la cometa que se trepó sola en el techo de la casa y para alcanzarla improvisas cualquiera vara larga para alcanzarla. El silencio se prolongó poco. Nos sentamos en una de las bancas del parque y la rodeamos. La luna llena nos observaba sin espabilar. Y la amiga lloraba, ninguno de nosotros nos atrevimos a preguntarle por qué. 

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El niño que recorre las calles del pueblo pescando entre la basura instalada en cada esquina, algo que le salve el día, viaja en un carro biciclitado. Está cubierto de pies a la cabeza, parece un ser raro, de otra galaxia. Lo veo pasar desde la altura de mi ventana del segundo piso. Alguien le ofrece una flor y unas monedas. Acepta la rosa y desprecia las monedas. La mañana está cargada de nubarrones, alza los ojos a los cielos y prosigue la pesca. Una niña lo observa y le pregunta al papá por la extraña criatura. – ¿Qué es, papi? – Un marciano, hija.

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