Acuérdate, madre, de la oscuridad, de las velas encendidas y los fantasmas gigantes caminando por el cuarto; acuérdate del jinete sin cabeza y el crujir del miedo y el silencio, juntos; de aquella atmósfera de miedo para solidificar el rigor de hierro de la obediencia. Madre, nada fue al azar, porque todo estaba fundido en el oro de dios y el de la iglesia, los curas y la familia, y ahora, madre, estoy aquí recordando la doctrina de la fe, pero sin la fe de la infancia, sin aquel niño pobre e inocente. Estoy acurrucado en la esquina del cuarto de Sofí tal y como aquella primera vez en la vida, esperando la horda salvaje de los fantasmas de la vida real.
