La verdad es que no tengo nada extraordinario que contar, salvo que soy sietemisino, que aprendí muy rápido a conducir bicicleta y fui operado de corazón abierto. Cosas comunes y corrientes, vainas que les pasan todos los días a millones de personas en el mundo. Soy lector, que recuerde desde los 9 o 10 años, cuando conjuntamente con mis hermanos mayores le leíamos a mi padre, el Chino Conrado, un número grande de paquitos que compraba para leerle en domingo, cuando descansaba de la grasa y la gasolina de toda una semana de trabajo mecánico. Ese tiempo fue muy tierno. Pero experimentar la muerte, es otra cosa. Para operarte del corazón te duermen clínicamente por más de seis horas. En la práctica estás muerto, porque no sabes nada de lo que ocurre del otro lado de la vida. Muchos no han regresado a la compleja e irritante vida de todos los días. Mi ateísmo en aquellos instantes era insustancial, como ser creyente. Me salvó la ciencia médica, sus experimentos diarios con el cuerpo humano. Mis amigos no lo creían así, decían que Dios había metido mano para sacarme vivo del quirófano. La verdad fue que no atravesé ningún túnel. Me salvó la fe en mi cuerpo deportivo y sano. No sé si las oraciones de muchas amigas tuvieron algún efecto en mi supervivencia. Misterio. Días antes leía libros y la prensa escrita que varios amigos me llevaban a la habitación. “Lee las últimas noticias, Peco,” me dijo en broma uno de los amigos. Leeré hasta en el infierno, le contesté. Su esposa ofreció una misa por mi sanación. No pude ingresar a la iglesia, una barrera invisible y misteriosa me lo impidió, o tal vez fue mi acendrado ateísmo. No lo sé. He decidido dejar la resolución de este misterio para otra vida.
