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La piel de los abuelos

La piel de los abuelos

Mis abuelos

Recuerdo lo que decía mi abuelo a su nueva mujer (mi abuela había muerto de una explosión de alegría): “No me ames, te lo he dicho miles de veces”.

En aquellos días el cielo estaba más azul que todos los días, porque se parecía a mis sueños de mar, a mis cuitas y caracolas, a ese lugar infinito, que llamamos vida interior.

¿Para qué el amor? Me he preguntado desde aquellos días felices de mi infancia, ¿Para qué? Y han sido sinuosas las respuestas, nunca en línea recta por los peligros de las caídas y las comas.

Seguramente el amor no hace milagros, pero hace feliz a la gente por instantes, por segundos de vigilia errante, azul cielo, cima de la montaña, cuadros de colores rojos lejos de la rivera.

Luego, más luego, amorosos nos dejamos caer de la montaña e intentamos agarrarnos a los hilachos dorados de la vieja luna de todos los días, y el clima nos ayuda algunas veces a sacar la nariz entre las rejillas de la lluvia y el cielo de la ventana.

En los días felices manos invisibles ordenan el universo de la casa, ponen en su lugar los muebles del trasteo, corren las cortinas, le cortan el flujo a los días infelices, bañan el perro, y apartan de la vía los malos pensamientos.

Entonces nada es igual, nada, ni los rayos hambrientos de la luna, ni el trompo bailando cumbia en las manos de los niños. Nada. Asombro. Todavía resuenan en los oídos de mis recuerdos las palabras del abuelo: “No me ames, te lo he dicho miles de veces”.

Pero el corazón es terco como una mula organizada y ama el peligro, le gusta deslizarse entre la cuchilla filosa de las horas, buscando una señal entre el polvo tenue del vidrio del cielo y una palabra, digo, una palabra que surja del olvido de la historia, una palabra gigante, toda, absoluta, como la palabra amor.

Una palabra que sea blanda para la tristeza y la ternura, para la risa y la brisa marina, que lleve a los confines del tiempo, que cruce la ciudad y se instale en un lugar inimaginable, en una choza vieja, por ejemplo, o en aquellos lugares de olvidos donde la gente no cree que exista el amor, o en otros lugares donde los niños sueñen que su vida no es un sueño. Para eso es que existe el amor.

Mi abuela le decía al abuelo para contrariarlo: “Déjate amar, que no duele”.

Mi abuela tenía el pelo canoso y hasta su muerte, creíamos que era inmortal. Nunca parecía enfermarse, era el roble que abría sus sombras diarias a la salamandra, al buey y al olvidado burro de los recuerdos.

Los que la tocaban se arrimaban hasta su regazo y creían que la abuela levitaba, que era etérea, que una fuerza terrígena le impulsaba el vuelo. Pero ella estaba hecha de la madera fina del pasado. Todavía la recuerdo diciéndole al abuelo: “Déjate amar, que no duele”.

Y cuando reúnes “No me ames, te lo he dicho miles de veces” con “Déjate amar, que no duele”, sabes que el río y el mar se aman en la mezcla de la diferencia, en los colores de la playa.

Entonces los dos ajustan sus cuerpos a la arbitrariedad del amor y el constreñimiento resiente los huesos, la carne, pero no el alma.

Todavía el recuerdo de los abuelos perfora el cielo azul de mis afectos y vivo afligida porque el hombre que amo no ha logrado comprender que el amor no duele.

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