Quizás algún día se cuente la historia de Lev Shevchenko, el ucraniano que hizo una trinchera con sus libros.
Juan Esteban Constaín / @Aulogelio El Tiempo, 09 de marzo 2022
Un escritor ucraniano, Lev Shevchenko, hizo una trinchera con sus libros en su oficina en Kiev. La imagen ya le ha dado varias veces la vuelta al mundo por todo lo que tiene de conmovedor y elocuente ese edificio bajo fuego y en él una ventana a través de la cual no se ve nada sino eso, cientos de libros apilados allí para que no entren las bombas, el humo de la guerra y las voces de dolor que siempre arrastra consigo.
La idea que suscita esa imagen, además de su aterradora belleza, es bastante obvia y romántica, la de la cultura contra la barbarie: los libros y la literatura como un refugio y un escudo porque eso es lo que son. De hecho he leído una gran cantidad de textos sobre el tema, ya hay miles de ellos aunque la foto fue tomada hace unos días nomás, y casi todos apuntan a lo mismo: la exaltación de esa trinchera como símbolo de estos tiempos de horror.
Así que no tiene mucho sentido ahondar en lo mismo, celebrar esa foto como una metáfora inagotable de los estragos de la guerra o del valor de la cultura o de la fragilidad o el poder invencible de lo humano, etcétera. Todo eso está presente allí y mucho más: la soledad del individuo, la altivez del arte o su inutilidad, la resignación (y también la rebeldía) frente al curso ciego de la historia y los delirios y miserias que la nutren y definen.
A mí me gusta mucho de esa ventana y esa biblioteca de Lev Shevchenko –su trinchera– la reivindicación del libro como un objeto físico y tangible, algo que ocupa de verdad un lugar en el mundo. Y no se trata de volver aquí con ese debate ya casi prehistórico y necio entre el libro digital y el libro de papel, como si fuera un dilema o una fatal bifurcación y no un complemento y un puro asunto de gustos o economía o variedad, según cada quien.
Me refiero a otra cosa quizás más prosaica y por eso mismo más bella cuando algo tan brutal como la guerra y la destrucción inminente de todo, que es el caso de la foto que comento y que tiene deslumbrada a media humanidad, con justa razón, se entrelaza con los libros y su dimensión material más allá de lo que contienen; su cuerpo y no su alma, digamos, aunque tantas veces resulte tan difícil desligarlos.
Alguna vez leí la historia, o ya no sé si la soñé porque luego la puse en un cuento, de un ejemplar de la Comedia de Dante que don Francisco de Quevedo llevaba bajo el jubón una oscura noche de copas por las calles de Madrid. Caminaba pensativo, dando tumbos, cuando un enemigo de los que nunca le faltaron se le abalanzó con la daga en ristre y se la clavó en el pecho. Don Francisco cayó y vio que Dante lo había salvado, el cuchillo había quedado allí.
También me encanta la historia de la biblioteca de Aby Warburg, quien cambió para siempre la forma de entender el arte: me encanta pensar en sus libros fugitivos del nazismo, escondidos en dos barcos desde Hamburgo hasta Londres. Su dueño ya había muerto cuando eso, y dejó un epitafio memorable: “Judío de nacimiento, hamburgués de corazón y florentino de alma”. Pero su alma estaba en esos miles de volúmenes que lograron salvarse del infierno.
Cuenta Gibbon que cuando los godos (otros godos) saquearon Atenas iban a quemar su biblioteca, hasta que uno de ellos se adelantó a decir que no lo hicieran: mientras los griegos tuvieran libros para leer, gritó, no se iban a ocupar de la defensa de su mundo. Como si fuera el famoso meme, aquel bárbaro se tocaba la cabeza en señal de ingenio y ocurrencia. Aunque fue al revés, porque en esos libros sí estaba la salvación de la ciudad.
Quizás algún día se cuente la historia de Lev Shevchenko, el ucraniano que hizo una trinchera con sus libros.
Es muy probable que se cuente en un libro con el que alguien algún día hará una trinchera. JUAN ESTEBAN CONSTAÍN www.juanestebanconstain.com