Confieso de entrada, que a mí también me pegaron en casa. Luego llegó la escuela con sus afanes de refuerzos doctrinarios y otra vez me terminaron golpeando, por la desmemoria de una lección de Historia sagrada. Pagué aquel delito académico de rodillas e impuesto por el sistema y en todo el centro del patio escolar y con cuatro ladrillos de cemento en cada mano. Bueno, hay maltratos de maltratos y los que más duelen no son precisamente los físicos, sino los emocionales, que hondean como una bandera antipatriótica allá dentro del alma, un puñal cortando las entrañas de la conciencia. Y están los que dicen que a ellos también los golpearon, pero siguen sanos y repitiendo la misma historia de maltrato en los hijos. Y también están los que luego de pegarte te dicen que no vales nada como en la canción, o ya, cállate, deja de llorar. Es esa manera de educar que parece particular y sana aunque en la hondura de la vida de los niños, de los hombres y las mujeres es una creencia cultural. Es una pesadilla que va más allá de la frontera de la piel de los niños. Mi padre, el chino Conrado, a los once años, tuvo que dormir encaramado en un viejo árbol de roble para escapar muy temprano de las garras del abuelo Samuel. Si no, me confesó, me voy directo al infierno.
