Del dominio del ego
Me pregunto si tengo un Ego gordo y baboso como muchas personas. El ego que no me permite vivir en paz conmigo mismo y con los demás. Aclaro, todos cargamos con un tipo estrambótico llamado Ego, un fulanito gangoso, pretencioso y entrometido que nos amarga la vida cuando le da la gana. Es el alter Ego, dicen los amigos. ¿Cuándo y cómo surgió? La pregunta me la hago para averiguar quién soy yo. Todos sabemos también que el Yo es una construcción de identidad histórica, que atraviesa mares y ríos, selvas vírgenes y peligrosas hasta creerse maduro, y solo hasta el día de la muerte se sabe de la propia madurez, pero ya es muy tarde porque nos vamos sin contemplaciones al cementerio. Ese fulanito gangoso ahora prisionero en el ataúd no podrá escapar de sus trampas narcisas. Ese día fatal, en milésimas de segundos, lo pensamos seriamente y reflexionamos ¡ah, bueno, ya sé quién soy! No sé si ese último acto del pensamiento nos permite morir tranquilos. Mientras tanto, y en el tiempo de los vivos, nos creemos muy importantes y concluimos que debemos ser el ombligo del mundo. El espejo de los demás. Oiga, mírese bien. No me estorbe, por favor. Es el escombro de las ruinas del Ego metiendo mano en las relaciones con el otro. Cuantas veces he tenido que respirar hondo para evitar que este fulanito que me habita y entrometido dañe la fiesta. Cuando eso hago caigo en el sopor de un silencio sabio, aguardo su sometimiento y entonces quien interviene soy yo, un sujeto racional y soberano de sí mismo. Recobro mi voz y sin miedo de ofender o maltratar al otro, converso de igual a igual con mis amigos, conocidos y desconocidos. El yo es una bendición, el ego, una maldición.