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La máquina que teje la imaginación

En el torrente impetuoso de esa prosa minuciosa, un universo contiene al anterior y contendrá al siguiente, y la dimensión de la página no es sino el reflejo de otra que se escapa por los márgenes.

Un solo libro que se escribe de manera incesante, compuesto por distintas novelas, porque se trata de un mismo cosmos que tras la explosión original siempre estará expandiéndose de manera infinita sin encontrar nunca sus límites, la obra alucinada y alucinante de un escritor que es a la vez escrito por otro, y que contempla el mundo inscrito sobre el cráneo rapado de una mujer.

Un sueño que, como en los laberintos de Borges, contiene otro sueño, que a la vez se encuentra en otro sueño, donde, también, un hombre tiene el proyecto de soñar a otro hombre, y acaba descubriendo que también él mismo es la imagen de otro sueño.
Como en los cuadros de El Bosco, lo alucinante se vuelve ordinario, o como en los de Remedios Varo, un bosque de columnas en una ciudad deshabitada cubierta por una cúpula dura y transparente, ciudades en cuyas plazas y calles desembocamos bajo una luz de azufre y fosfato, opresivas en su misterio y melancolía como las de Chirico, estatuas solitarias y arcadas que se pierden en la distancia.

Una máquina en un sótano, que tejen la realidad: “cuando una hoja caía de un árbol, aquellas maquinarias negras y grasientas, con un montón de lenguas dentadas, piñones, palancas, cruces de Malta y cremalleras, con lentes abombadas y pistones delgados como un dedo, la rehacían de inmediato”.

Y, como en Borges, siempre somos el otro, queremos ser el otro, entrar en su propio misterio: “Al contemplar a algún transeúnte por la calle, he querido muchas veces desnudar, en una violación desesperada, su verdadero rostro… la piel de la cara, los ojos, el cráneo y los maxilares, abrir con brutalidad los hemisferios cerebrales para encontrar ahí… el recuerdo de su primer día de escuela”.

En esa urdimbre verbal compuesta de hilos de biología, microbiología, genética, fisiología, anatomía, cosmografía, física cuántica, siempre estaremos descendiendo hacia el infierno, y cuando tocamos la realidad nos encontramos en un museo de microbios magnificados donde contemplamos dentro de una urna a la pareja de Nicolás Ceausescu y Elena Petrescu, cómicos y siniestros.

“Cuarenta mil muertos en Timisoara. Vagones cargados de muertos, desnudos y atados con alambre de espino, con marcas de torturas salvajes, que llegaban a Bucarest para ser incinerados. Y la gente corriente, como las hormigas de los troncos de los árboles, ciegas a todo lo que estaba a más de dos centímetros de sus cuerpos negros y duros”. El tren amarillo que lleva a botar a los obreros asesinados en la huelga bananera en Cien años de soledad.

“El nuevo faraón”, que “dominaba el tiempo, los eclipses y la alineación de los planetas, enviaba las lluvias en su momento y aumentaba exponencialmente la fertilidad del país por el que fluían, en la tele, la leche y la miel…”.

Y la sátrapa merece mientras tanto, retratos de “doncella renacentista, correteando feliz por un campo esmaltado de violetas, de la mano de un joven atlético, con un jersey de cuello vuelto, ni más ni menos que el Camarada secretario general del Partido, Comandante supremo del ejército… el primer minero, agricultor, ingeniero, poeta, metalúrgico, meteorólogo, y urólogo del país”.

Aparece entonces por las calles la revolución rumana, y es “una joven de diez metros de altura, con los pechos desnudos visibles a través de la blusa de algodón sobre la que colgaba un collar de ducados austriacos y con las caderas envueltas en una saya de seda cruda…”.

Llamar fantástica a esta literatura, o llamarla ciencia ficción, sería demasiado banal. Lo que se respira en ella es “el áspero perfume de la ficción”. Un ovillo de universos encajados en sus bielas, que nunca cesan de girar. SERGIO RAMÍREZ, 7 de diciembre 2022 El tiempo

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