Mónica

Todos somos seres imaginarios, aunque nos vean en el marco de la puerta; o en el centro de la iglesia; o sentados en el estadio; o cogidos de las manos como amantes recientes; o corriendo detrás del autobús; o ingresando díscolos al colegio. Todos somos el producto de los sueños de otros, porque alguien nos creó dentro de la perfecta máquina de su imaginación. Allí late ardoroso nuestro corazón y somos lo que deseé el otro, como en los juegos masturbatorios de la adolescencia. Alguien tiene que existir dentro de uno, tiene que ser creado por uno de alguna manera (una novia, un hijo, un hermano, incluso, un amigo), o para sostener y continuar la farsa, o simplemente para cambiarlos y no acompañarlos en la línea continua de los fracasos. Así, creo yo que funcionan las relaciones, en el portentoso juego de las ficciones, lejos de la piel dura de la realidad. Mónica era mi invento, contrapuesto a su imagen real: sumisa, dependiente y neurótica. En mi formato imaginativo ella era libre de culpas, independiente, rebelde y mentalmente sana. Así la amaba, porque era más fácil para mi yo exigente y perturbado.

Lo que yo no sabía, o quería ignorar, era que yo también era otro ser imaginado por alguien, por otro ser que también escribía historias para mantener viva a Mónica.

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