-Abuelo, ¿por qué le temes a la muerte?
Ahora mismo no recuerdo que respondió el abuelo. Yo era un niño sin mucha cabeza. Eran los tiempos de la muerte de Palmar de Varela, el hombre sin cabeza y el penitente del otro mundo.
No alcanzábamos a distinguir entre el mito, la leyenda, la ficción y la realidad. Y teníamos miedo, hondo miedo.
Recuerdo aquella atmósfera: Un pueblo pequeño que cabía en el puño, la penumbra, los rezos y ábrete tierra, para tragarse a los desobedientes.
Antes de la celebración del carnaval, nosotros vagábamos en una nube tétrica, donde estaba concentrado el alma del miedo: el caballo y el penitente del otro mundo, el jinete sin cabeza, la troja, el diablo… no sabíamos qué hacía dios en esos momentos de angustia y terror, ni dónde estaba.
Por las noches, alumbrados por mechones y velas, las sombras se acrecentaban como fantasmas del otro mundo en las paredes de la casa. Aquella manía de las sombras y las velas nos desvelaban. Y nos acompañaba el silencio. Hasta que sentíamos el trepidar de los cascos del caballo en la arena, sus resuellos. Y la voz de la abuela sin aliento, es el jinete sin cabeza.
O los golpes del látigo en la espalda, golpe seco, y los pasos zumbando en el aire, es el penitente del otro mundo, decía la abuela.
Creo que los vi en el teatro del pueblo, viendo cine, en una película mexicana, en blanco y negro. Y esa imagen cinematográfica cabalga todavía en mi memoria: el jinete y su corcel negro recorriendo el pueblo. O el que se daba latigazos en la espalda, otra vez en la pantalla gigante, en la película…
Hay otra imagen no sé si derivada de aquel sueño de la prehistórica infancia: el hombre sin cabeza, ensangrentado y recorriendo las calles del carnaval de Barranquilla o las nuestras, en aquellas grandes batallas de las flores y arena.
Cuando lo observo caminar todavía entre el tumulto de las batallas de flores, siento un alivio de vida. Y ya no me pregunto por la víctima ni por los victimarios. El miedo fue otro fantasma de mi infancia, otra crueldad adulta para controlarnos.
Esos aparatos del otro mundo, así le decían los abuelos, eran una caja de colores, porque los había de cualquier clase y estaban en todo el Caribe colombiano. Formaban parte del folclor del pasado.
El hombre sin cabeza que observo hoy en la batalla de flores de Santo Tomás, es un trotamundos, se balancea como si fuera a estrellarse contra el suelo o el público; así lo he visto en otros lugares del Caribe colombiano donde se celebra el carnaval, porque ahora es un personaje de carnaval y no aquel mito folclórico del pasado.
Desde que llegó la energía eléctrica a nuestro mundo, estos aparatos desaparecieron de la vida real y se convirtieron en literatura, o en personajes folclóricos del carnaval de la costa Caribe, en especial el hombre sin cabeza.
Hace años observé a varios niños jugar al hombre sin cabeza en la cuadra, parecían tan felices, que volví a verlos jugar en otra ocasión con la muerte en una corraleja hecha de imaginación, trapos, palos de madera, cabuya y el toro miura que los perseguía implacablemente. No me atrevo a imaginar lo que esos chavales pensaban sobre la impronta muerte.
Todavía estoy a la espera de recordar la respuesta del abuelo a la pregunta aquella que nos mata a todos: Abuelo, ¿por qué le temes a la muerte?