En el lugar de siempre se discute si el ruido es otra clase de música. Los musicólogos dicen que no, que es ruido. El vecindario sostiene que es música, porque tiene las notas del wawanco. Otros tocados por la perplejidad, anotan que los ángeles venidos de otros mundos lloran lágrimas de ruido.
Nadie se atreve a confirmar las tres versiones. Las autoridades del lugar exaltan el silencio. Es, dicen con voz sacerdotal, la música del futuro, la que entonarán los niños en el futuro.
¿Y tiene futuro el ruido?, pregunta una niña de ojos azules que nadie ha visto llegar al barrio.
Algunos dicen que es un ángel extraviado del universo. Otros que el universo es tan vasto que posiblemente se escapó de una débil estrella azul.
Hay ojos que la observan con preocupación y miedo.
La extraña niña defiende a ultranza el silencio, dice que calma el cuerpo y el barrio. Si los bebés duran meses de silencio en el vientre de mamá antes de contaminarse de ruido, es porque los dioses los tienen destinados para el sosiego.
Y por arte de magia la niña desaparece en medio de una repentina nube gris. Nadie la vio partir.
Los musicólogos aplauden la mágica intervención de aquel raro ángel y mientras el ruido del mundo retrocede y se oculta en los entresijos de los escaparates de moda, los vidrios y las casas tiemblan al imaginar el ruido, y se arrugan, quien lo creyera, los corazones de los perros, los únicos animales del universo que pueden ablandar la intemperancia del ruido y convencer a los amos humanos de la magia del silencio.
En el cielo, el rostro de la niña ríe y los que la observan dicen que la risa es un buen augurio. Cuando todos vuelvan a fijar otra vez los ojos en el cielo azul de la tarde, la cara del ángel caído ya no está. En la tierra de los milagros la niña será otro día invitada.